martes, 23 de mayo de 2023

Una tarde de septiembre


                                                               Por Jochi Muñoz

[El presente texto, escrito en septiembre de 2022, me fue comisionado para ser incluido en el libro «Monina Solá. Leyenda del teatro dominicano», (2023) de Homero Luis Lajara Solá, puesto a circular la noche del 23 de mayo de 2023, justo el día en que Monina cumpliría los 90 años.]


Una tarde de septiembre de 2004 me apersoné en su casa. Con más miedo que vergüenza, como reza el refrán, tendríamos nuestra primera sesión de trabajo de una de mis piezas incluidas en el espectáculo «La casa por la ventana», producido por Patricia Ascuasiati y Mónika Despradel, y que sería realizado en la residencia La Torre, del viejo Gazcue.

Con su habitual cortesía me recibía. Estaba ante una de las artistas fundamentales del teatro dominicano: Monina Solá, y ella iba a trabajar en una pieza de mi autoría. ¡No lo podía creer! La Monina que en mi infancia veía y me deleitaba con sus participaciones en televisión; la Monina que, años después, vi en vivo en tantas producciones teatrales; la Monina con la que coincidí muchas veces en actividades varias y siempre me dispensaba una sonrisa. ¡Pues, sí, esa Monina!


Bastó con una corta explicación de lo que era mi propuesta para que se abriera, por parte de ella, un torrente de posibilidades de abordaje de su personaje. Me enamoraba de cada una de las alternativas mostradas… Y dudaba sobre mi planteamiento original… Y ella continuaba desplegando ante mí todo un amplio abanico de opciones.  Me sentía seducido, abrumado, hechizado y presa del pánico de no poder conducir el proceso tal como lo había concebido. Y es que ante un monstruo, las escasas fuerzas de un común mortal no bastan ni siquiera para respirar.

En un momento elevé silenciosamente mis preces a la diosa Cordura. Y la diosa Cordura, sin siquiera darnos cuenta, hizo su trabajo. Monina y yo nos miramos por un rato sin decir palabras, y, a seguidas, fijamos fecha para nuestro próximo encuentro.

Es septiembre un mes muy caro para mí por razones personales, a las que se une el hecho de que Monina aceptara tomar parte en el proyecto en ese mismo mes. «La muñeca», así se titulaba la pieza en cuestión, y que para esta nueva versión (ya había sido abordada con anterioridad por dos estupendas artistas: Rosa María Rodríguez y Bethania Rivera), era Monina, sin dudas, la idónea para llevarla adelante.

                                          Monina Solá durante un ensayo de la pieza «La muñeca», de Jochi Muñoz,                                                                                         en el espectáculo «La casa por la ventana» (2004). (Foto: Alejandro Ascuasiati).

«Rota el alma, quedan cicatrices abiertas para siempre», así se expresó el artista visual Jorge Pineda, cuando conoció la idea de la pieza en los tiempos en que la concebí. Y ese desgarramiento fue hecho visible y palpable por la Solá con su interpretación.

Ella hizo suya la poesía del folklore infantil dominicano llamada, justamente, «La muñeca», la que decía a modo de mantra desde que se abría la puerta de una pequeña habitación que fuera destinada, en tiempos pasados, a guardar vinos, y que ahora era el espacio donde transcurría la acción. El pública quedaba afuera del mismo, parado frente a la puerta, viéndose, por tanto, la figura de Monina como si estuviera dentro de un nicho. Y desde ahí decía su letanía una, y otra, y otra, y otra… vez.

Recuerdo el comentario de un espectador que señaló que la primera vez en que Monina dijo la poesía, se lo encontró simpático; la segunda vez, complacido se dijo, «Ah, la repite», pero, a partir de la tercera, pensó: «¡Espérate… aquí hay algo más!». Y es que escuchando el texto y viendo cómo la artista lo encarnaba, al auditorio no le quedaba más remedio que descartar que se tratara de un simple diverstiment. Estaba, eso sí, ante un hecho escénico que le resultaría atractivo, entretenido como para quedarse enganchado, pero que iba un paso más allá, puesto que la aparente inocencia de la fábula contada por Monina dejaba traslucir que se trataba de una situación de abuso, vejación, violencia.

Con su traje blanco, que podía remitir a la indumentaria para un bautizo, una primera comunión, unas bodas o ser una mortaja, Monina, vista a través del hueco de la puerta, se visionaba como remota y evanescente a la vez que presente y accesible, y a esto último contribuyó la forma en que decía el texto, con esa manera que sólo los y las grandes tienen de tocar alma y mente del espectador.

Septiembre, siempre septiembre: Una tarde nos reuníamos para nuestro primer ensayo, otras tantas para ir trabajando la puesta, y, finalmente, esa tarde en que ultimamos detalles para esa primera función de «La muñeca» que Monina daría en horas de la noche, para un público que quedó arrobado ante la desbordante contención y desgarradora sutileza de su interpretación.

Y otra tarde, de otro septiembre, escribí estas líneas.